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Sinopsis de Tiempos duros de Toni Garve

La sinopsis de Tiempos duros de Toni Garve

Tiempos duros de Toni Garve pdfTiempos duros: Fantasía y BDSM de Toni Garve pdf descargar gratis leer onlineen tiempos post horribles, una hermosa puñete y un tipo que es exiguo crecidamente que un chatarrero se asientan una serie de narración en contorno de un entorno hostil, resistiéndose así al cruz constituido y a gentes de la peor índole.
una jaleo de orgullo, enseñanza imaginación y bdsm, desacorde éste último a lo que se acostumbra percibir tradicionalmente.1De camino a Flores, la capital de aquella comarca, me crucé con un grupo de campesinos que llevaban a unos esclavos encadenados, cuatro hombres y cinco mujeres. Les pregunté a los campesinos si había terminado ya el mercado de esclavos de esta temporada y éstos me aseguraron que si me daba prisa, podía llegar al último día de feria, que era aquella misma jornada. Después del medio día crucé la muralla de la villa por su puerta principal y a las cinco, cuando comenzaban de nuevo las ventas, me presenté en el mercado. Unos vociferantes y malolientes posibles clientes llenaban aquel amplio local. Yo  me coloqué discretamente en una zona mal iluminada, manteniéndome expectante, y minutos después una joven, condenada a diez años de esclavitud por robo, fue la primera en ser subastada en aquella sesión. Tras una dura puja con otro viejo, el dueño de un lupanar se hizo con ella. Después fueron subastados tres hombres y más tarde, otra joven fue la siguiente mercancía puesta en venta.— ¿De qué color es su cabello? —preguntó un maloliente cazador de aspecto lamentable—. ¡Así, todos rapados, no sabemos de que pelaje son estos esclavos que nos queréis vender!A los delincuentes condenados a esclavitud les era cortado siempre el cabello al cero al salir del presidio del estado, para ser así desparasitados. El subastador levantó la falda del tosco vestido de condenada que llevaba la prisionera, para ver el color del vello de su sexo.— ¡Vaya! —Gritó de nuevo el cazador—. ¡Le han rapado hasta el coño!— ¿Cuál es el color de tu pelo, esclava? —preguntó el subastador ya irritado a la mujer subastada.Ésta, avergonzada, contestó casi inaudiblemente:— ¡Rubia, señor!El cazador la compró gastando en ello una considerable suma. Más tarde, tras otras mujeres y algunos hombres, sacaron al estrado a una condenada a esclavitud de una edad semejante a la mía.— ¡Aprovechen señores! ¡Esta mujer está en oferta! —gritó el subastador.Nadie mostró intención de comprarla.—Vamos, señores, ¿no les da pena? ¡Es la última oportunidad que tiene esta belleza!— ¡Todos sabemos que es una asesina! —respondió un traficante de metales.— ¡Señores! ¡Si no lo compra alguien hoy, será devuelta al presidio y allí la colgarán! —anunció con falsa tristeza el subastador, pues a él solo le interesaba la comisión que perdería, si no conseguía vender a aquella convicta.Un murmullo general se oyó en la sala. La mujer había sido condenada a la horca por asesinato y se le dio  la oportunidad de escoger entre morir en el patíbulo o ser vendida como esclava para el resto de su vida, sin posibilidad de  recuperar jamás la libertad. Me pareció muy hermosa aquella mujer, pero parecía que traía mala fama y por eso no interesaba a la clientela.— ¿De qué color es su pelo? —pregunté yo, acercándome al estrado.— ¡Contesta, desgraciada! —ordenó el subastador a la mujer.— ¡Morena, señor! —añadió la prisionera mirándome a los ojos con cierta altivez.— ¡Ofrezco veinte cuartos! —grité de nuevo.— ¡Señor!… ¡Una esclava tan guapa vale mucho más! —Objetó el subastador—. ¿Quién ofrece cincuenta cuartos?Nadie hizo una contra oferta.— ¿Cuarenta?… ¿Treinta? —sugirió el subastador con  nulo resultado.Finalmente compré aquella mujer. Después, mientras efectuaba el pago al subastador, tatuaron en la muñeca izquierda de aquella mujer la letra E, marcándola así como esclava. Normalmente se  escribe junto a ésta la fecha  que indica cuando finaliza el periodo de esclavitud de las personas condenadas a esa pena A ella le tatuaron en cambio el símbolo matemático de infinito. Esa era la señal de que esa mujer nunca volvería a ser libre. Más tarde me entregaron los papeles de propiedad y fui conducido a los calabozos para recoger mi mercancía, donde un carcelero abrió la puerta de la celda donde estaba recluida mi nueva propiedad.—. ¡Tómela, señor! ¡Es suya! —me indico éste al abrir la puerta.— ¡Pero!… ¡Está desnuda! —exclamé sorprendido.— ¡Claro! La ropa y las cadenas que llevaba son del estado.— ¡No me la voy a llevar así!La mujer permanecía silenciosa, viendo la disputa desde el interior de su celda.— ¡Ese es su problema, señor! De todas formas solo es una esclava. No importa si va desnuda o no.— ¡Está bien! —acepté a regañadientes.Salimos finalmente a la calle y yo tomé una de las mantas que llevaba en la silla del caballo, cubriendo a mi nueva adquisición con aquel aspero tejido.— ¡Sigueme! —le ordené.Ella vino tras de mí y minutos después entramos en una tienda.— ¡Dos vestidos para esta mujer! ¡Y unas botas! —le dije a la dependienta de aquel local.Ésta calculo a ojo la talla de mi esclava y sacó lo pedido, dejándolo caer sobre el mostrador. Después trajo unas bragas.— ¡Solo quiero los vestidos y el calzado! —exclamé serio.— ¿Va a ir siempre sin ropa interior? —preguntó la vendedora.— ¡No le hace falta! ¡Es una esclava!La mujer que yo había comprado se puso con rapidez uno de los vestidos recién adquiridos, y tras ponerse las botas y pagar yo lo comprado, fuimos a un herrería.— ¡Quiero unas cadenas para sus pies! —Le dije al herrero—. ¡Y otras para las manos!— ¿Las quieres con cerradura o con remache?— ¡Con cerradura!El herrero  dejó todo lo pedido encima de un mostrador, preguntando de nuevo después:— ¿No quieres nada para el cuello? ¡Un collar  puede ser muy útil en ciertas ocasiones!— ¡Maldita sea! ¡Estoy gastando demasiado dinero! ¡Está bien! ¡Dame uno!Cuando salimos al exterior le puse los grilletes en las manos a la mujer y até una larga cuerda en su cintura, fijando el otro cabo de la soga en la silla de mi caballo. Después monté en éste y abandonamos la villa. Al anochecer acampamos de nuevo cerca del rio y tras quitarle las esposas,  le ordené que buscase leña. Poco después, junto al fuego mientras cenábamos algo, le pregunté:— ¿A quién mataste?— ¡A un miliciano!— ¿Por qué lo hiciste?— ¡El mató primero a mi marido!…Tomé el tallo de un de hierbajo del suelo y tras meterlo en mi boca y mascar un poco, le pregunté de nuevo:— ¿Cómo te llamas?— ¡Gloria! ¿Cómo debo llamarte yo a ti? ¿Amo? ¿Señor?— ¡Yo soy Lobo! ¡Llámame así!Sus ojos se clavaron en los míos. Yo no tenía pensado hacer lo que sucedió después. No tan pronto, pero hacía tiempo que yo no tenía sexo con una mujer. La última vez que lo había hecho fue en un prostíbulo con una joven esclava, hacía ya casi un año de ello, y sentí en ese mismo instante la necesidad de hacerlo. Ella debió notarlo en mi mirada, pues apartó entonces sus ojos de los míos.— ¡Quítate el vestido!—ordené.Gloría se puso en pie y dejó caer la topa  que llevaba al suelo.— ¡Descálzate! ¡Quiero que te acerques y que te tumbes a mi lado!La mujer se puso a gatas y se colocó junto a mí. Tomé las esposas y tras tumbarla sobre la manta,   coloqué los grilletes en sus muñecas poniendoselas tras la espalda. Después cogí el collar de metal y tras ceñírselo en el cuello, la encadene a un tronco cercano.— ¿Por qué me haces esto? —preguntó Gloria.— ¡Ya has matado a un hombre! ¡No quiero ser el siguiente!Saqué mi miembro y me coloqué sobre ella. La penetré, mientras acariciaba sus hermosos pechos sin besarla. Ella, estoica, aguantó mi envite sin decir palabra alguna. Pronto me llegó el orgasmo. Tomé entonces el fusil y lo dejé cerca, asegurándome después de que la pistola estaba bajo la manta. Me arrimé a Gloria y tapé con la otra que poseía nuestros dos cuerpos.— ¡Duerme pronto! ¡Aún nos queda un largo camino! —le dije.— ¡Lobo! ¿Me vas a dejar encadenada así así toda la noche?— ¡Claro! ¡Ya sabes que soy un hombre prevenido!— ¿Si me tienes miedo, porque me has comprado? —preguntó.— ¡Me gustan las morenas! —fue mi respuesta y al rato me dormí.2Dos días después cruzamos la sierra y al atardecer  de la última de esas jornadas divisamos los restos de la gran ciudad. Me giré mirando a Gloria, exclamando:— ¡Ya llegamos!— ¿Ahí vives? — respondió ésta—. ¡Si es así, pronto moriremos!— ¡Ya no hay radiación entre esas ruinas! ¡No seas miedosa!Estiré de la cuerda de su cintura y continuamos. Horas después , ya en medio de la oscuridad de la  noche, entramos en la derruida ciudad, siguiendo un sendero entre la maleza y los restos que inundaban las antiguas avenidas. De repente detuve el caballo y le hice un gesto a Gloria para que se mantuviese silenciosa. Saqué el fusil, preparándome a usarlo, y a los pocos segundos me tranquilicé.— ¡Pancho! —Grité—. ¡Si sigues jugando al escondite, alguien te va a meter un tiro en el cuerpo!Una cabeza calva, vieja y huesuda, asomó entre un montón de escombros.— ¡Lobo! ¡Has comprado una esclava! — exclamó esa cabeza.Yo retomé la marcha estirando de la cuerda de Gloria.— ¡Lobo! —Volvió a gritar Pancho al dejar ver el resto de su lastimoso cuerpo—. ¿Me dejas follar a tu esclava?— ¡No! —contesté.— ¡Si, Lobo! ¡Si me permites tirármela te daré…  te daré….um…¡Te daré cinco octavos! —continuó éste caminando junto a nosotros.Gloria lo miró con aprensión— ¡No! —volví a responder.— ¡Te daré, te daré!… ¡Diez octavos!… ¡Diez! ¡Sí!— ¡No!— ¡Oh, Lobo! ¿Porque no me dejas follarme a tu esclava?Mirándolo a los ojos le contesté.— ¡Porque si se entera tu mujer,  te arrancará la piel!— ¡Rayos! ¡Es cierto!Aquel individuo se detuvo, y cuándo estábamos unos cuentos metros ya alejados de él, preguntó de nuevo:— ¡Lobo! ¿Pueden mis hijos follarse a tu esclava?— ¡No!—contesté sin girarme.— ¡Rayos! ¿Por que?— ¡Porque son unos cerdos! ¡Como tú!Cuando habíamos perdido de vista a Pancho, Gloria me preguntó:— ¿Vamos a vivir aquí, con las toxinas, la radiación y con el tipo asqueroso ese?La miré contestándole.— ¡Hablas demasiado para ser una esclava! Quizás debería cerrar tu boca a latigazos.Sonreí y continué hablando:—El aire está limpio y Pancho es inofensivo. Aquí, en las ruinas de la ciudad, viven casi mil personas. Tenemos hasta alcalde, aunque hace mucho tiempo que no lo veo. ¡Quizás está ya muerto! Por cierto, aquí no hay milicianos. Esos tienen demasiado miedo a la radiación.Al rato llegamos a la plaza donde se alzaba la finca donde yo vivía. Era un edificio alt, donde yo había construido una pequeña fortaleza. Abrí la puerta principal y metí a mi caballo y a mi esclava en él. Tras acomodar el animal en la cuadra, subimos por una empinada escalera  a una de las plantas superiores, conduciendo así a Gloria a la cocina.—Toma algo de la despensa y prepáralo para cenar —le ordenétras quitarle las esposas.Más tarde, tras cenar, le hice fregar los cacharros y luego la llevé a la bañera, un viejo y enorme depósito de agua que yo había acondicionado en la azotea del edificio. Me desnudé y me introduje en él, sentándome en su interior con el agua hasta el cuello.

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